EL IMBORNAL
Diciembre de 2007
Estaba allí, como cada tarde, esperando a que Marina saliese de la perfumería, donde trabajaba, haciendo una maratón de interminables horas, cuyos últimos minutos, eran los más alargados que jamás había soportado en mi vida. Y siempre lo mismo, un día tras otro, desde que éramos novios y hasta ahora, que vivíamos juntos, después de fingir un descuidado embarazo, que terminó siendo un cólico de gases. –Pobre Marina- llegué a pensar, intoxicado de su forma de ser - ¿qué pensarán ahora todas sus amistades?- pero a poco que intentaba razonar, me surgía la tranquilidad a todos mis pensamientos:-¡hasta en eso era capaz de fingir!-
La gente solía esperar al otro lado de la acera, protegidos por unos gigantescos plataneros y pequeñas marquesinas de las paradas del autobús.
Yo me colocaba allí, junto a uno de esos viejos plataneros, llenos de hojarasca a su alrededor y montones de colillas, donde surgía como de los infiernos, un patético imbornal que siempre hacía estragos en los tacones de las empleadas. Aquellos agujeros, que miraban como negros ojos salidos de las profundidades del averno, parecían esperar impacientes a sus victimas.
Todo era cuestión de tiempo.
Comenzó a llover y los negros nubarrones que cubrían el poco cielo que dejaban al aire los edificios, provocaron de súbito la caída de una tempestuosa noche adornada por las culebrinas de los rayos.
Desde la ventana, que dejaba al aire un entresuelo sobre la tienda, pude escuchar las campanadas de un antiguo reloj de pared.
Eran las ocho.
Las persianas de las tiendas bajaron automática y estrepitosamente y por uno de los laterales comenzaron a salir las empleadas de la perfumería.
Marina salía con paso decidido hasta el mismo portal y allí hizo una parada mirando con cierta coquetería a un lado y a otro de la calle. Después, se acercó hasta donde yo me encontraba y entornando los ojos, hizo un gesto de discreto asentimiento para dirigirse a los pies del platanero.
De aquel oscuro imbornal, prácticamente cubierto por la hojarasca, salió un chorro de vapor húmedo, tan de improviso, que hizo dar un respingo a Marina, con tan mala fortuna para que uno de los tacones de sus botas se introdujera en un agujero hasta casi la base del mismo.
-¡Qué fuerte!-dijo perdiendo el equilibrio y cogiendo mi brazo en un gesto perfectamente estudiado y medido. -¡Qué fuerte!- volvió a repetir elevando la pierna que no había quedado atrapada y dejando al aire de forma voluntaria sus hermosos muslos.
No me cabía ni la menor duda de que Marina era una experta en llamar la atención de la gente y al parecer, la ocasión era perfecta para hacerlo. Una hora punta, en la que todos salían del trabajo, el paseo de cientos de ciudadanos que se aglomeraban a esas horas en los principales establecimientos y sobre todo, el imbécil de mi, que me había convertido en un perrito faldero de sus endiablados caprichos.
En realidad, me importaba un bledo que su tacón se hubiera colado en el imbornal, lo que más me fastidiaba era tener que soportar sus aspavientos y sus mediocres dotes de interpretación, precisamente cogida a mi brazo, allí, donde todo el mundo nos veía y donde seríamos el hazmerreír de la gente.
-¡Pero qué fuerte!- repetía sin cesar aquella insensata, que no paró de gritar, hasta conseguir formar un corrillo a su alrededor. Y es que, toda su vida no era más que una continua representación. Ella era el ombligo del mundo y los demás, ni tan siquiera los alrededores. Claro que tratándose de mi, era otra cosa; yo era para Marina, algo así como la despensa junto a la cocina, como las cerillas para el cigarrillo, el complemento a su delicada vida, donde en realidad, no había más que mierda, pero mierda cara, conseguida a golpe de talonario y hasta he llegado a creer que a golpe de cuernos, porque, pensándolo bien ¿de donde sacaba aquellas joyas y aquellos vestidos, si sumando los dos sueldos, el suyo y el mío, no nos llegaba ni para pagar la hipoteca del piso y poco más?. Quizás aquel puñetero imbornal me hiciera pensar un poco en nuestra destartalada vida y me descubriera la ceguera en la que estaba viviendo.
Marina seguía gritando desesperadamente y lanzando su frasecita de moda con expresión jilipollezca,-¡qué fuerte!- mientras que algunos voluntarios ya se habían dejado vencer, al no poder sacar el tacón de la bota del agujero. Y es que las botas se las traía. De caña alta, hasta casi la rodilla y con tacones de aguja de más de diez centímetros que no puedo explicar como podría mantener el equilibrio.
De vez en cuando, por los agujeros del imbornal salían chorros de vapor que hacían gritar más enloquecida a Marina.
Alguien gritó entre la multitud -¡que le quiten la bota!- pero todos los esfuerzos fueron inútiles para sacar aquel treinta y ocho de un treinta y nueve largos que en realidad media el pié. -¡que le corten el pié!-dijo otro gracioso provocando la risa de la concurrencia.
De pronto, comenzó a llover y todos los curiosos que se habían congregado alrededor de los muslos de Marina, desaparecieron rápidamente, dejándonos solos a ella y a mi, en medio de aquel conflicto.
-Manolo, llama a la policía-me repetía continuamente- y no era mala idea, pero me había dejado el teléfono móvil dentro del coche, en el aparcamiento que había una esquina más abajo de la calle.
Y no paraba de llover.
Junto a nosotros había varias cajas de cartón de gran tamaño y unos plásticos que habían dejado allí, de los establecimientos, para ser recogidos por los servicios de basura, así que, ante lo que estaba cayendo, cogí varias de aquellas cajas, las coloqué junto al platanero abiertas por uno de los laterales, y dispuse unos plásticos haciendo de techo, para que nos protegieran algo de la lluvia, que había comenzado a caer con más fuerza.
Marina estaba cada vez más nerviosa y pasó de la frase de moda a llorar desconsoladamente por lo ridícula de la situación que estábamos sufriendo.
-Manolo ve a por el móvil y llama a la policía, a los bomberos, a quien sea, pero que me saquen de aquí, que no puedo más- me pidió desesperadamente.
-¿Pero como te voy a dejar sola?- le dije
-¡Tú ve por el móvil y llama!- me gritó- ¡no voy a estar toda la noche aquí hasta que se haga de día!.
Así que, crucé a la acera de enfrente y me dirigí calle abajo hasta el aparcamiento de coches.
Cuando llegué al punto de entrada de peatones, las puertas estaban cerradas. Corriendo y mojándome hasta los mismos huesos, me dirigí a la entrada principal y también estaba cerrado, con un letrero que avisaba del motivo: por precaución ante una inundación.
Aquello era el colmo. Mi situación era cada vez más desafortunada. No sabía que hacer; mi grado de ofuscamiento era tal, que no había pensado ni tan siquiera en entrar en un bar de aquella zona y llamar por teléfono pidiendo ayuda.
Sin pensar en nada, salí corriendo de nuevo de aquella puñetera covacha y calle abajo, busqué un bar o algo parecido donde entrar a llamar por teléfono. Pero era una zona con escasas posibilidades de encontrar algo abierto, así que pensando en Marina y en el ataque de nervios que tendría en estos momentos, di la vuelta y comencé a correr en dirección a donde me la había dejado, con su bota enganchada en el imbornal.
Desesperado y calado hasta los huesos, llegué hasta el refugio de cartón y bolsas de plástico.
Marina estaba sentada en el suelo sobre un montón de aquellos cartones y plásticos, completamente empapada y con la mirada fija en aquel negro imbornal. Sus ojos estaban abiertos desorbitadamente y su boca, con los labios amoratados de tanto apretar, dejaba muy claro una expresión de terror, algo así como si hubiese visto al mismísimo Satanás.
-¡Marina!- le cogí por los hombros zarandeándola para sacarla de su trágica expresión- ¡Marina!...¿qué ha pasado?.
Pero Marina seguía silenciosa y presa de aquella expresión de terror que le había deformado el rostro.
Habían pasado varias horas y las posibilidades de encontrar algún transeúnte con la noche que estaba haciendo, eran totalmente nulas, así que tomé una decisión y salté al otro lado de la mediana y me coloqué en medio de la calle. Algún coche se fijaría en mi y pararía o quizás me atropellara, pero aquella situación tenía que terminar para Marina, porque, al fin y al cabo, con todos sus defectos y excentricidades, era mi pareja y la quería o al menos, eso pensaba yo, ¡bueno, que importa!, el caso era que no la podía dejar allí sola sin ayuda y en situación tan endiabladamente extraña
Al cabo de media hora, paró un coche pegando un frenazo que casi me lleva por delante.
-¡Oiga amigo!..¿qué le pasa?- me preguntó su conductor- ¿es que está usted borracho o qué?
Yo me acerqué hasta la ventanilla y les puse al corriente con toda rapidez de la emergencia por la que estaba pasando. Ambos se miraron y uno de ellos sacó una pistola del bolsillo y apuntándome a la cabeza me increpó:- Ha tenido usted suerte, bueno, según como se vea, porque ha dado con la policía, ya que si nos está engañando y esto es una trampa para robar a la gente, se ha caído usted con todo el equipo....
No sabía yo que me iba a producir tanta alegría encontrarme con aquel coche patrulla. Era como agarrar una cuerda en el último momento y sentir la satisfacción de estar a salvo.
Cuando llegamos hasta donde estaba Marina, no había cartones, ni plásticos, ni nada de cuanto yo les había contado a aquellos policías. Marina había desaparecido, era como no si no hubiese ocurrido nada. El lugar bajo el platanero, seguía estando lleno de hojarasca mojada por la lluvia y el sucio imbornal, tragaba el agua que llegaba de la acera, haciendo su característico ruido.
-¡No lo entiendo!- grité asombrado y hasta con miedo.
Uno de aquellos policías me llevó hasta el coche y sacó un alcoholímetro para decirme: -¡Sople aquí amigo!.
-¡Pero qué diablos!- dije- yo no bebo, no he bebido en toda mi vida...les juro que he dicho la verdad, aquí me dejé a mi novia con el tacón aprisionado en el imbornal, no me explico que puede haberle pasado.....
Pero consiguieron hacerme la dichosa prueba y los dos policías se miraron guardando el aparato. Entraron en el coche y uno me dijo: -¡Oiga amigo, le aconsejo que no vaya usted por ahí riéndose de la gente!...¿vale?...
-¡Pero qué risas ni qué carajo!-dije entre dientes volviéndome hacia el platanero y mirando fijamente a aquel imbornal de los infiernos.
A Marina, no he vuelto a verla en toda mi vida, ni lo he intentado.
Mi coche, desapareció en el aparcamiento subterráneo donde lo había dejado y con él, todas mis cosas, el teléfono, la documentación.....
No quise averiguar más y dejé pasar mi vida, como si todo aquello no hubiera sido más que una pesadilla de juventud, algo que podía o no, haber ocurrido y que jamás quisiera que volviera a suceder.
Tenía otra pareja, Aída, distinta y con una personalidad fuerte, aunque ya estaba cansándome su insistencia en que dejase de fumar, porque aquello no era el consejo que se da al fumador para que deje de hacerlo, no, aquello era una continua exigencia, un martirio diario que se repetía sin que, la mayoría de las veces, viniese al cuento tal recomendación.
Todo era cuestión de tiempo.
Yo estaba esperando que saliese del trabajo como era mi costumbre, a diario, y como siempre me colocaba bajo aquellos plataneros que proporcionaban buena sombra y mejor cobijo.
Detrás de mi, en la plaza del mercado, sonaron las campanadas del reloj de la torre. Eran las ocho.
Aída salió del portal de las oficinas donde trabajaba. En un acto reflejo, miré hacia el suelo y pude ver aquel imbornal, con sus oscuros agujeros negros.
Algo me empujó hacia delante y pasé por encima de su rejilla. Un fuerte chorro de vapor salió haciéndome dar un salto.
Me giré instintivamente y desapareciendo detrás del platanero, creí ver una sombra alargada envuelta en el chorro de vapor que había dejado el imbornal.
Pero no, no podía ser, me dije. Aquello era imposible.
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