LA SABIDURIA DE LAS ABUELAS
Yo creo que mi abuela materna nació sabia y santa, como todas las abuelas del mundo (valga esta lanza por nuestros viejos).
Ninguna persona tan maltratada, humillada y hasta despreciada, por una época en la que le tocó vivir, como aquella mujer que, a pesar de ello, jamás borró la sonrisa de sus labios y siempre devolvió bien, por mal.
Por esas cosas del destino, cuando llegó la hora de su tránsito me encontraba sólo junto a ella. Yo era todavía un niño.
Recuerdo aquella lóbrega habitación iluminada apenas por la escasa luz de un candil de aceite, fría y desprovista de todo lo que cualquiera consideraría necesario. Su cama, una desvencijada mesita de noche y una silla de anea eran todo el mobiliario que contenía. Yo le preguntaba muchas veces con aquella ingenuidad de niño: abuela...¿por qué tienes tan pocas cosas? Y ella sonriendo me contestaba siempre lo mismo: tengo a mis hijos a quienes quiero con toda mi alma y os tengo a vosotros, que sois la amorosa compaña de mi vejez...¿para qué quiero más?
Estuvo un largo tiempo en silencio y de pronto me dijo: ¡Acércate hijo que tenemos que hablar tú y yo!.......
Me acerqué hasta su cama y ella me cogió la mano apretándola contra su pecho.
¿De qué hemos de hablar abuela? – le dije
De cosas de la vida- me contestó
Y dando un suspiro, murió con la sonrisa en los labios.
Mi abuela sabía que con el tiempo yo comprendería aquellas palabras que se llevó con ella y haría todo lo posible por situarlas en la práctica, por seguir su camino y por darme cuenta que, en todos los momentos de la vida, buenos y malos, una familia que está unida, permanecerá unida para siempre. Ese fue su gran consejo, su último gran consejo, apretado contra su débil y moribundo pecho.
Echemos una mirada a nuestro alrededor y nos encontraremos con familias totalmente rotas, con hijos que son capaces de asesinar a sus propios padres, con padres que abandonan a sus hijos y con esa larga pandemia de desamor que nos invade por todas partes, llegando a instalarse junto a nosotros como si ya fuera algo normal y esperado.
Recibimos la noticia del cierre de un asilo de ancianos y nos apena profundamente en el mejor de los casos, cuando en realidad no debieran de existir estos hoteles de tantas sacrificadas estrellas , cuya creación solo tendría que acoger casos extremos de abandono y soledad, simplemente, por amor al prójimo, que somos todos.
El amor y el respeto hacia nuestros mayores, el apoyo de la familia, el gran lazo de unión entre padres e hijos y la solidaridad entre hermanos, es el único camino para salvar esta crisis que nos invade, porque en realidad, no es más feliz el que más tiene, si no el que menos necesita y hoy, si nos ponemos la mano en el pecho y apretamos fuertemente, nos daremos cuenta de esta gran verdad.
Creo que la pregunta ya está en el aire: ¿Es que no tenemos un pequeño rincón en nuestra casa para nuestros abuelos?...¿pero qué digo?...un pequeño rincón no, el mejor de los sitios. Ellos nos dieron todo cuanto tenían y lo hicieron hasta el último momento, sin pedir nada a cambio, mientras pudieron hacerlo. ¿Tanto nos cuesta poner la mano en su pecho y sentir sus latidos, aunque sea por poco tiempo?....
Y los asilos, sólo para aquellos que lo han perdido todo, que al menos, no pierdan la dignidad de morir bajo un techo.
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